Colón y Columbia
El transbordador espacial Columbia debe su nombre a un barco que, capitaneado por Robert Gray, en 1792 se internó por vez primera en un gran río, que ahora lleva su nombre. Con este barco y este capitán, los estadounidenses dieron su primera vuelta al mundo. El nombre de Columbia, personificación femenina de EEUU, está derivado del apellido Colón.
Cristobal Colón fue ese loco al que se le ocurrió cruzar la Tierra en dirección contraria a la que establecían los cánones. Colón fue ese pelmazo que empeñó años en convencer a alguien para que subvencionara un viaje imposible. Colón fue ese mentiroso que descontaba millas recorridas a su tripulación. Colón fue ese irresponsable que abandonó a parte de sus hombres para justificar el regreso. Colón fue ese terco que empeñó sus cuatro expediciones en encontrar un paso al otro lado de las nuevas tierras.
Colón era un enamorado del mar y no estaba interesado en la tierra firme. Ayer, como hoy, los cronistas, los clérigos, los panaderos, los herreros, los zapateros, los granjeros se pudieron preguntar por qué Isabel la Católica malgastaba el dinero de la Corona en hacer feliz a un pobre infeliz. ¿Acaso no existían problemas más acuciantes en Castilla?
En nuestros días, la aventura de Colón se cuenta como uno de los grandes hitos de la Humanidad. Se relatan minuciosamente sus expediciones, y las tantas otras (y los tantos otros) que le siguieron. Su descubrimiento cambió el rumbo de la Historia. Nadie se pregunta si valía la pena. Ahora, quinientos años después, la hazaña se contempla con perspectiva.
Por el contrario, hoy, como ayer, son muchos los que se preguntan si vale la pena el dinero invertido en la exploración espacial. ¿Acaso no hay gente muriendo de hambre en África? O de frío en EEUU. Pero dentro de 500 años, los mismos que nos separan de Colón, ¿verán que la inversión realizada en la conquista del espacio era un desperdicio de dinero? ¿O quizás nadie planteará esa cuestión por obvia y absurda?
¿Ha sido suficiente la cobertura informativa en España del desastre del Columbia? Puedo aceptar que el público español no esté suficientemente sensibilizado, como el estadounidense, acerca de la exploración espacial. Sin embargo, sí espero de los profesionales de los medios que valoren los acontecimientos en su justa medida. El accidente del Columbia va a obligar a los políticos estadounidenses, europeos y rusos a replantearse la exploración espacial tripulada. Se nos plantean preguntas importantes. ¿Vale la pena correr el riesgo? ¿Existen soluciones más seguras, aunque cuesten más? ¿Vale la pena una estación espacial poco versátil? ¿Qué queremos hacer en el espacio? Estamos, por tanto, en un punto de inflexión. Pero este acontecimiento no ha merecido igual espacio informativo que problemas tan históricos como los devaneos varios de famosetes o futbolistas.
Desde que el último estadounidense volvió de la Luna, estamos inmersos en la Edad Media Espacial. Los cohetes no son más potentes que el Saturno V. Los astronautas no han hecho nada que no hicieran durante la década de los 70. Las sondas espaciales, tras el Gran Tour de los 80, son más bonitas, más rápidas y más baratas, pero solo recorren el camino abierto por las Voyager y Pioneer.
Tras el desastre del Challenger, los ingenieros de la NASA construyeron un nuevo transbordador, reforzaron la seguridad en el resto de unidades activas y continuaron con su plan de vuelos tripulados, sin mayores cambios. Los transboradores fueron diseñados originalmente para poner en órbita satélites a un coste menor que los cohetes, pero fracasaron en ese objetivo. La construcción de la Estación Espacial Internacional ha servido para justificar los altos costes de mantenimiento de la flota de transbordadores. Ahora, éstos, la Estación Espacial y el Congreso estadounidense arrastran a la NASA en una espiral presupuestaria de difícil salida.
Por tanto, la disyuntiva a la que se enfrenta en estos momentos la administración norteamericana es, o cerrar el programa tripulado, dado que los objetivos actuales no justifican el enorme costo humano; o realizar una apuesta más fuerte, más segura y con más recursos. También se podría continuar como si nada hubiera pasado, pero esa carta ya la jugaron con el Challenger.
Si la NASA cancela su programa tripulado, la Estación Espacial quedaría gravemente herida. Es posible que el resto de países, especialmente europeos y rusos, quisieran continuar, pero no es probable que los estadounidenses quieran ceder el liderazgo en ese terreno (aunque me temo que, justo en ese terreno, nunca lo han tenido).
En el caso de impulsar el programa espacial, caben varias velocidades. La más lenta, desarrollar un vehículo más seguro que reemplace a los transbordadores. La más rápida, embarcarse seriamente en la conquista de Marte, en un plazo de 10 a 15 años.
El físico Robert Park y el astrofísico real Marten Rees opinan que el retorno científico que ofrecen las sondas es mucho mayor que el realizado por los vuelos espaciales tripulados. Cierto es que la NASA vende a los transbordadores y la estación espacial como laboratorios científicos, aunque la mayor parte del retorno es tecnológico. En ese sentido, es reprochable que se estén poniendo en peligro vidas humanas cuando no hay nada especial en juego. El precio a pagar está resultando excesivo.
Al contrario, sí me parece justificada, de sobra, la exploración espacial tripulada. No por el retorno científico. Pisar la Luna en condiciones tan precarias fue sin duda un acto temerario. Tan temerario como viajar a las Indias por el Occidente. Pero el eco de Armstrong aún vibra con intensidad en nuestra sociedad y su pisada aún está fresca en nuestras memorias. Tan intensa como la hazaña de Colón, tan fresco como el desembarco en San Salvador.
Las víctimas del Columbia han pasado a la Historia. Y ahora, nosotros, los que quedamos vivos, preguntémonos ¿queremos hacerla? ¿De qué forma?
Víctor R. Ruiz
5 de febrero de 2003
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