El último capítulo del impagable libro de Carl SaganEl Mundo y sus Demonios está dedicado a la inseparable relación entre el escepticismo y la democracia. De ahí rescato, además del título de esta historia, el siguiente párrafo de Thomas Jefferson:
«En todo gobierno sobre la tierra hay algún rastro de debilidad humana, algún germen de corrupción y degeneración que la astucia descrubrirá y la malicia abrirá, cultuvará y mejorará de manera imperceptible. Todo gobierno degenera cuando se confía sólo a los gobernantes del pueblo. El propio pueblo es por tanto el único depositario seguro. Y, para que tenga seguridad, debe cultivarse el pensamiento».
En estos días se debate sobre las posibles mentiras y verdades que desde el gobierno y algún conglomerado mediático se lanzaron durante los días posteriores al atentado del 11-M. ¿A quien creer? En realidad, el ejercicio que debería practicar el ciudadano medio es el de no creer a nadie, si no se aportan argumentos o pruebas irrefutables. De hecho, en ese sano ejercicio de duda, hay que separar qué es una hipótesis, qué es un indicio y qué es una prueba.
Los responsables de la cosa pública nacional salieron pronto a la palestra tras el 11-M para defender la hipótesis de que era ETA. En algunos foros internacionales dicha hipótesis se presentó como teoría probada. Las pruebas aportadas no eran tales, sino indicios, que en algunos casos eran erróneos, como el explosivo utilizado. Como ahora es obvio, las pruebas reunidas por la policía parecen descartar por completo esta primera hipótesis.
El otro ejemplo evidente es el de las armas de destrucción masiva. Se presentó como casus belli que Saddam era responsable de los ataques del 11-S, que tenía un programa armamentístico químico, bacteriológico y nuclear y que era un peligro inminente para Occidente. Todas estas hipótesis se presentaron como teoría probada. Las pruebas aportadas en la ONU, no eran tales, sino indicios, que a la postre fueron erróneos. Y lo cierto es que no se puede encontrar lo que no existe.
Todos estos indicios -que no pruebas- se presentaron como firmes convicciones morales y se tildaron de miserables a aquellos que mantuvieron dudas razonables. Hay mucho de sospechoso en los gobiernos que defienden los actos de fe.
Y no utilizo la palabra acto de fe en vano: me pregunto cuánto ha tenido que ver en todo este proceso las creencias religiosas de los responsables. Como expresa Sagan, las religiones defienden para sí el monopolio de la verdad, absoluta y universal. No sé si el presidente estaba haciendo las veces de Papa y los ministros de arzobispos, pero desde luego, visto con el tiempo, parecería así: miserables ateos, miserables infieles.
Termina el capítulo con estas palabras:
«No sirve de nada tener estos derechos si no se usan: el derecho de libre expresión cuando nadie contradice al gobierno, la libertad de prensa cuando nadie está dispuesto a formular las preguntas importantes, el derecho de reunión cuando no hay protesta, el sufragio universal cuando vota menos de la mitad del electorado, la separación de la Iglesia y el Estado cuando no se repara regularmente el muro que los separa. Por falta de uso, pueden llegar a convertirse en poco más que objetos votivos, pura palabrería patriótica. Los derechos y las libertades o se usan o se pierden».
Sustituyamos la asignatura de religión por una de pensamiento crítico.